martes, diciembre 16, 2008

Pecera


Sigo. Como si nada. Como si me importara al menos un poco tener un trabajo, una pareja, amigos. Finjo que me interesa el porvenir de la Patria y me unto de indignación las pupilas cuando me cruzo con algún hijo de puta. Y puedo quedarme horas pintando como si realmente me importaran los colores, las formas y aquello de lo que soy capaz cuando quiero. Y puedo imaginar un futuro más o menos tranquilo. Y puedo analizar fríamente qué me conviene, descartar, decantar, fluir.

Abandonado. Malherido. Suelto en una plaza de toros. Camino, avanzo, tomo atajos y sigo, sigo, sigo.

Sigo como si no estuviera. Como si no pesara. Como si nunca hubiese estado. Como si no sintiera su mirada, fría, a mis espaldas. Como una enfermedad incurable. Como un mal congénito. Como un lunar que crece. Allí está. Y en ella estoy yo, también.

Esa ausencia que sólo me dejará en paz cuando muera. Esa ausencia que parasita en mis entrañas. Que todo lo puede y no hace nada.

Cómo hacerle frente. Cómo echarla. Cómo esquivarla y seguir. Ahí está. Y me siento como un pez nadando en ella. Mi pecera invisible. Mi lugar sin tiempo. Yo. Ella. Yo.

lunes, noviembre 24, 2008

Seguir


Y de repente, esta angustia ahora. Ahora que las nubes se alejan. Ahora que estoy cerca. Ahora que puedo verlos, a todos, bien, centrados en el presente, desoyendo los alaridos de un pasado que nos ensordeció.
Necesito anclarme al silencio. Decirlo. Descifrarlo. Aprender a verme así, partido, ajeno también, a veces. Y vacío cuando me niego a convertirme en ese personaje que soy para seguir siendo.

jueves, noviembre 13, 2008

Estadía


Y entonces? La situación es compleja: siento mucha vergüenza. Vergüenza que paraliza a veces, que empuja, otras. A veces me convenzo de que generé los anticuerpos necesarios y entonces, ya no molesta leer postulados berretas en defensa del nazismo. Ya no molesta nadar entre soretes. Pero no. Es sólo un momento. La arcada deviene, siempre, en el momento en el que me acomodo en el asco.

Y entonces, acá estoy. Aplazando una huida heroica porque el cuerpo no acompaña. Porque ahora no puedo. Y me saco la campera cuando llego. Y converso animadamente mientras fumo. Y me quejo, otra vez, sobre las nuevas mismas cosas de siempre, ya sin sorpresa, ya sin genuino hartazgo.

Los escucho hablar, a mis espaldas. Perros ajenos que no quiero en mi camino. Que espanto y que se asustan cuando los mando a cucha. Pequeños. Grises. Extras que molestan como la llovizna. Se arrastran. Reptan. Lamen y se masturban con la mano del amo.

Los escucho hablar, a mi costado. Curanderos de la palabra. Aprendices de perro. Su sueño es mi pesadilla y lo saben. Lo sé también, pero no les tengo miedo. Ni pena. Ni odio. Los miro y sé que no existen más allá de estas cuatro paredes. Más allá de estos cubículos verdes que apenas nos separan. No existen. No tienen vida más allá. Porque éste es su lugar. Aquí pertenecen.

Escribo mientras espero que me pidan que llame a Julia Roberts para preguntarle si prefiere comer vómito o mierda. O que traten de convencerme de que poner a la venta a un nene es una nota de servicio. O que insistan en que sea yo el que satisfaga el escabroso e infantil morbo que les moviliza la libido.

Lo escucho al lado mío. Desfrizándose de nuevo. Adoptando de nuevo la forma del recipiente que lo contiene. Porque no se va. Porque se queda y entonces.

Hago tiempo. Sé que falta poco, pero intuyo que van a llamarme. Lo veo pasar. Sin cruzar miradas nos molestamos. Masa amorfa de chichés y vísceras. Fabricante de mentiras. Corruptor de mayores corrompibles y envacelinados. Cuánto tiempo pasó desde aquel día en el que mirabas a los ojos y escuchabas. Desde que en el colegio te escupían y te pegaban consignas en la espalda. En qué momento decidiste convertirte en esto. En este gangster de alcantarilla. En esta macabra mueca virtual. En la máquina de fabricar chatarra.

El tiempo pasa y aquí quedo. Esperando el llamado. La consigna. Deseando que el tiempo pase y nada quede. Ni rastros de mi estadía. Ni estadías en mi rastro.

sábado, mayo 17, 2008

Cabeza de frasco


Busqué y rebusqué un antecedente de esta sensación extraña. Hoy me siento desprotegido. Metí la mano bien adentro y encontré. Alcoyana-Alcoyana. En jardín de infantes –no en preescolar- me sentía así. De nada servía que me dijeran lo lindo que me quedaba el guardapolvo rojo a cuadritos. Ni saber que iba a ver a mis amigos. Ni tener plena conciencia de que mi mamá estaba ahí, dos pisos arriba. No. Recuerdo que mi maestra –Liliana- estaba de licencia y había una suplente. Más joven. Más alta. Más rubia. Tal vez más bonita. Y quizá, también, más buena. Pero yo no la quería. Y como yo no la quería, ella tampoco me quería a mí. Y entonces, todo se volvió siniestro. Oscuro. Realmente osuro. Físicamente oscuro. Como recuerdo este lugar, cuando no estoy. Aunque descubra cuando sí estoy que aún los días nublados la claridad lo invade todo.
Siniestro. Voces que no quiero oír. Gente que no quiero ver. No quiero estar acá, conteniendo el vómito. Sangrando. Aguantando el dolor.
Salgo un rato con la presión de saber que vuelvo.
Viene a mí. Me dice que no, que no salga. Que escriba sobre un floklorista muerto. Cree que puede conmigo pero no sabe. No sabe. Desprecio. Asco. Odio inusitado. Ya no soy ni seré aquel. Ya no tengo miedo ni tiempo. Sé qué hacer. Rajá de acá, cabeza de frasco. No vas a poder conmigo. Nunca. Yo te avisé.