lunes, octubre 31, 2005

Macabro


Como todos los mediodías, fui a almorzar a la casa de Martín. Calenté en el horno un pastel de papas que había quedado de la noche anterior. Almorcé, jugué con Simón y me fui. Cuando llegué a la planta baja la lluvia me hizo recordar que Anahí, mi compañera de trabajo, me había prestado un paraguas. Subí a buscarlo y volví a bajar.

La duda empezó a apoderarse de mí al cruzar la avenida. ¿Apagué el horno? Suelo tomarme una hora para almorzar. La casa de Martín está a ocho cuadras de mi trabajo, así que tardo más o menos veinte minutos entre la ida y la vuelta. No tenía tiempo para volver y fijarme. Además, lo más probable era que no recordara haber apagado el horno porque lo había hecho como un simple acto mecánico. Traté de tranquilizarme. Eran las 14.30. Recién a las 17 iba a tener tiempo de cerciorarme.

Durante esas dos horas y media el trabajo me tuvo ocupado. No pensé demasiado, pero sí había decidido ya pasar por lo de Martín y no ir directamente a mi casa.

Cuando salí la preocupación se apoderó plenamente de mí.

Estaba por cruzar la avenida cuando pensé que si hubiese pasado algo tendría que haber escuchado las sirenas. La palabra sirenas iba desapareciendo de mi mente cuando, justamente, empezaron a sonar. Tres ambulancias que venían en dirección opuesta a donde yo me dirigía me llenaron de pánico. Empecé a caminar cada vez más rápido. Tenía miedo de llegar. Imaginé un incendio y al pobre Simón enteramente chamuscado. Las cuadras se hacían eternas y, a la vez, no quería llegar. Estaba muerto de miedo.

Doblé antes, como para poder ver de frente el edificio que está situado en una esquina. Arañé con la vista las ventanas hasta llegar al quinto piso. Vi las cortinas anaranjadas. Traté de encontrar a Simón asomado en la ventana. No estaba.

Sin embargo, el simple hecho de haber visto las cortinas intactas me tranquilizó un poco. Hasta que la vi. Estaba por cruzar cuando mi vista se clavó en ella. Una cocina, calcinada, en el árbol del edificio. Crucé la calle con la mirada fija en ella. Era blanca y celeste. Como la de Martín.

Subí temiendo lo peor. Bomberos. Simón calcinado. Vecinos enloquecidos. El ascensor me depositó frente a la puerta del departamento. Mientras cerraba las puertas llené mis pulmones de aire reiteradas veces tratando de oler algo extraño. Nada. Puse la lleve en la cerradura. La puerta estaba intacta. Giré y giré la llave hasta que abrió. Entré lo busqué a Simón y lo abracé bien fuerte.

Una broma horrible del destino. Un sueño macabro y piadoso.

Llego a mi casa. Mi hermana me avisa que al otro día no iba a poder llevarme al trabajo porque tiene que ir a un velorio. Una amiga murió asfixiada. Había dejado el horno encendido. Sus siete gatos quedaron calcinados.

martes, octubre 25, 2005

?


Soy malabarista con telekinesis y parkinson. Hasta cuándo? Una pregunta que no suelo hacerme y que mutó en pájaro carpintero. La jaula es mi cerebro, claro. El pájaro no es ansioso. Es juicioso y terco.
Me ve tranquilo. Sin quejas. Buscando cambiar, pacíficamente, lo que no me convence. Es que me volví fóbico a las salidas de emergencia. A forzar puertas, también. Y esta quietud de bolsillito lleno le resulta casi imperdonable.

Propuesta para los legisladores electos

PHOBIBAN A LAS VIEJAS ANDAR CON PARAGUAS!!!!

jueves, octubre 20, 2005

Bolsas

Hoy soy una bolsa de mocos
(peor Mirtha, que hace 30 años que es una bolsa de várices...)

martes, octubre 18, 2005

Ella


Nos conocimos en el ’79. Yo tenía cinco años, ella tres. Sus padres habían abierto un restaurante en la esquina de mi casa y con mi familia empezamos a almorzar allí domingo tras domingo.

Como en ese mismo lugar vivían, no tardé en conocerla. La recuerdo con un bombachón rojo a lunares blancos. Me miraba desde lejos con sus ojitos verdes achinados. Yo la miraba también, mientras luchaba contra una milanesa gigante.

No sé cómo se acercó a nuestra mesa. Sólo la recuerdo ahí parada, junto a nosotros. El chiste, parece, era preguntarle cómo se llamaba. Nombresegundonombdeapellidomedicenbichi, contestaba ella de corrido. Bichi. Desde ese momento nos hicimos inseparables.

Mi infancia fue muy feliz. Sólo me dedicaba a lo que debe dedicarse un chico: a jugar. Y ella se transformó en algo así como mi mejor amiga.

Claro que tenía otros amigos, también. Pero en ella encontré mucho más que una amiga. Había entre nosotros un código indescifrable para los demás.

Por supuesto que un par de años después ya éramos novios. A ella le di mi primer beso y su cuerpo fue el primero que acaricié. Los demás no lo sabían. Era nuestro secreto.
En mi casa la querían como a una hija. Daban por supuesta su presencia en vacaciones y salidas familiares.

Así llegamos a la adolescencia y zas, nuestra relación se vino abajo. Ya no éramos novios. Ella tenía amigas nuevas. Así dejamos de frecuentarnos. Yo repetí de año, me hice de nuevos amigos, también. Sin embargo, esperaba ansiosa y secretamente que nuestra relación volviera a ser lo que había sido.

Una noche yo estaba en la puerta de mi casa con Ceci. Ella pasó caminando por el medio de la calle, mirando fijamente el adoquinado. No me saludó. No la saludé. El principio del fin había llegado.

Estuvimos más de un año sin hablarnos. Llegó Navidad y llamé a su casa. Pedí que me pasaran con ella. Me atendió y cuando escuchó mi voz, cortó. Creo que esa situación sigue estando en mi top ten de peores momentos.

La noche de año nuevo la pasé en mi casa. Pasadas las doce apareció su hermana. Creo que yo le había dicho que pasara porque le había comprado un regalo. Ella me sonrió cuando se lo di. Me dijo: yo también te traje una sorpresa. Ese es el primer momento en que recuerdo haber tenido taquicardia. Ahí apareció ella. Salimos a la calle. Nos sentamos en la ventana de la fábrica que daba justo enfrente de mi casa y que había sido “nuestra ventana” por más de diez años.

Charlamos. En ese momento yo estaba sumamente enamorado de Pablo. No se lo dije y aún hoy me arrepiento. Ella me contó que estaba enamorada del novio de una amiga. Y que el pibe estaba enamorado de ella, también. Yo era la primera persona a la que se lo contaba. Valoré eso y omití un juicio fácil. Yo tenía 16, ella 14.

Esa noche, entera, la pasamos despiertos y en la calle. Al día siguiente fue con nosotros a la quinta (como otros millones de veces) y, otra vez, fuimos inseparables.

Finalmente, ese chico fue su novio. Finalmente, jamás le conté sobre Pablo.

A finales del ’93 yo estaba lidiando con el CBC. Ella recién había vuelto de Bariloche. Una noche, cuando llegué de cursar, mi mamá me llamó aparte. Fuimos a la cocina. Era una situación más que extraña. Ahí mismo, sin preámbulo me dijo que Bichi estaba internada. Que no sabían muy bien lo que tenía pero que había vuelto de Bariloche con mucho dolor en las articulaciones.

Hacía casi una semana que estaba internada y yo no lo sabía. Esa misma noche, desde la parada del colectivo hasta mi casa, había pasado por su casa y me había cruzado con su hermana. Nos habíamos saludado a las apuradas. No me había dicho nada.

Crucé hasta su casa. No me enteré de nada nuevo. Todos repetían como un versito: llegó de Bariloche con dolor en las articulaciones y no saben qué es. Pedí el número de habitación y volví a mi casa.

Al otro día tenía un parcial. No fui a verla.

Cuando finalmente fui, no la encontré. La habían pasado a terapia intensiva. Pude entrar a verla. No era ella. Estaba hinchada, conectada a un respirador, desnuda sobre la camilla. Lo recuerdo, ahora, y todavía me dan ganas de llorar.

Así estuvo, inconsciente por más de una semana. Yo me pasaba todo el día en la clínica. Pero no entraba a verla. No quería verla así.

Una noche estábamos en la confitería de enfrente de la clínica sus hermanas y yo tomando un café. Alguien vino a buscarnos. No recuerdo quién. Sólo recuerdo que salimos corriendo.

En la puerta de la clínica estaban todos sus compañeros del colegio. Llorando. Entré a la recepción. La madre nos dijo que había muerto.

A partir de ahí los recuerdos se vuelven confusos. Su novio (aquel chico que le había “robado” a una amiga) salió corriendo. Yo corrí atrás de él. Era extraño, pero aunque nunca habíamos cruzado más de diez palabras en ese momento yo estaba seguro de que si alguien podía entenderme era él, y viceversa.

Lo seguí cuadras y cuadras. Paró en una plaza. Me acerqué. Me senté junto a él. Me miró, me sonrió y palmeó el hombro. Nunca me sentí tan cerca de alguien en toda mi vida.

A partir de su muerte mi vida se detuvo, también. Mi cabeza dejó de funcionar. Me sentía culpable de estar vivo. Hubiese preferido estar yo bajo tierra.

Aún hoy, doce años y muchos golpazos después, su muerte sigue siendo lo peor que me pasó en la vida.