martes, diciembre 20, 2005

CHoCa CoNTRa uNa PaReD, Ya No Me DiVieRTe


(Me acabo de dar de alta de este loquero. Ahora me queda negociar un conveniente tratamiento ambulatorio…)

Las últimas semanas no dormí. Hasta que me armé un lindo discursito y allá fui, a decirle al Dr Delmarulo yo de acá me las pico. El Dr me pidió que no abandonara el tratamiento y me ofreció a cambio intentar con un semi reposo pero en mi casa. Oferta tentadora. Nos falta arreglar cuántas muestras gratis y los descuentos de la obra social.
Hoy dormí en paz.

De PRoNTo


Y de pronto, la angustia. Temas que se me pegan en los dientes. Viajes ajenos. Ausencias que todavía no. Quién sabe. No quiero presagios, ni augurios, ni entender luego. Tomo un sorbo de agua helada y siento como mi cuerpo despierta por dentro. Qué hago acá. Eso me pregunto y no hay respuesta que me conforme. Dormí poco, tal vez sea sólo eso.

Te Vi, Te Vi, Te Vi; Yo No BuSCaBa a NaDie y Te Vi


Cinco años. Cuando nos encontramos esa noche ninguno de los dos sabía que quería. Yo estaba asustado, en pleno proceso compulsivo de quitar de mi carne un clavo con otro. Vos no sé cómo estabas. Aún hoy no lo sé. Pero bastaron un par de palabras para que todo se volviera mágicamente cotidiano. Después, todo fue confuso. Un año de locuras incompatibles y encastrables. Un año imposible de mentiras y camas prestadas. Y después, la calma. La confirmación de que éramos, ya, además de ser.

Tu presencia en mi vida tuvo efectos secundarios. Me es imposible, hoy, recordar que en mi niñez no estabas. Que en mi adolescencia no estabas. Que hace seis años no estabas. Hoy entiendo que siempre estuviste porque desde siempre te espero. Porque el mundo que creamos es el mundo que siempre quise habitar.

Juntos recorrimos un camino que de ninguna manera hubiésemos podido atravesar solos. Yo nunca hubiese podido despegar esa imagen de mis ojos sin tu ayuda. No hubiese podido decir basta aquel verano en que el mundo enloqueció. No podría ahora darme de alta de este loquero sin tu ayuda. Y sé que fue importante mi presencia, también, en tus logros.

Cinco años. Y cada minuto que pasa te amo más, todavía.

viernes, noviembre 11, 2005

Pibito


Me descubro en vos. En tu facilidad para hacer amigos. En tus caprichos. En la mirada limpia. Me descubro, también, en esa pretendida calma con que te hacés el bueno. Y en tu generosidad esporádica. Y en tu egoísmo, también.

A veces tengo la impresión de que no sabés lo importante que sos para mí. Y es que no nos han tocado buenos tiempos.

Recordás las canciones que te cantaba? La de la señora que iba muy de paseo era tu favorita. Habíamos inventado entre los dos una tonta coreografía con las manos. En esa canción una señora le echaba la culpa a su sombrero de romper los faroles. De eso quiero hablarte. Si uno no asume sus responsabilidades se vuelve un ser impune y estúpido.

Ya sé, vas decirme que en la escuela te va muy bien, pero no te hablo de eso. A veces me da mucha bronca la información que te llega. Te escucho hablar como ellos, siempre con el eje puesto afuera. Y me da pena. Pena porque tengo miedo que pierdas tu generosidad y la sinceridad que tenés para con vos mismo.

A tu edad procesar la información es todo un reto. Sobre todo si los adultos mas cercanos eluden una a una sus culpas y te llenan de conceptos que no sabés cómo refutar. Qué puedo decirte... Siento que las palabras sobran y entonces, intento volverme presencia. Decirte acá esoy. Espero que me veas.

lunes, noviembre 07, 2005

Mierda


Mi sobrino tomaba su primera comunión. En mi casa corrieron hasta último momento con la ropa, la comida, el salón, las estampitas, los zapatos, los souvenires. Yo no hice nada, porque, simplemente, tuve una semana de locos en el trabajo. Tal vez por eso me vi semiobligado a asistir a la iglesia para presenciar cómo se manducaban la ostia.

No sé si estaré poseído o qué, pero entrar a una iglesia (católica, nunca entré a templo alguno de otra religión) me deja KO. Como si al traspasar las pesadas puertas de madera alguien me diera en la cara el puñetazo de mi vida. Así entré, mareado y con ganas de salir corriendo.
La iglesia es gigante. Poblada de santos cabezones y desproporcionados. Tan grande es y tan llena estaba que desde nuestra posición no escuchábamos nada. Sólo a un cura que se adivinaba viejo y se escuchaba puto.

Todo corría por los carrilles normales (supongo) hasta que hicieron formar a los chiquitos que tomaban la comunión y enfilar hasta la gente pidiendo plata. Una verdadera vergüenza. Lo peor es que mientras tanto, una vieja del estilo “Cantemos Odilia, Cantemos” decía por micrófono que la plata recaudada era para los niños pobres del Congo y de ¡Maracaibo!

lunes, octubre 31, 2005

Macabro


Como todos los mediodías, fui a almorzar a la casa de Martín. Calenté en el horno un pastel de papas que había quedado de la noche anterior. Almorcé, jugué con Simón y me fui. Cuando llegué a la planta baja la lluvia me hizo recordar que Anahí, mi compañera de trabajo, me había prestado un paraguas. Subí a buscarlo y volví a bajar.

La duda empezó a apoderarse de mí al cruzar la avenida. ¿Apagué el horno? Suelo tomarme una hora para almorzar. La casa de Martín está a ocho cuadras de mi trabajo, así que tardo más o menos veinte minutos entre la ida y la vuelta. No tenía tiempo para volver y fijarme. Además, lo más probable era que no recordara haber apagado el horno porque lo había hecho como un simple acto mecánico. Traté de tranquilizarme. Eran las 14.30. Recién a las 17 iba a tener tiempo de cerciorarme.

Durante esas dos horas y media el trabajo me tuvo ocupado. No pensé demasiado, pero sí había decidido ya pasar por lo de Martín y no ir directamente a mi casa.

Cuando salí la preocupación se apoderó plenamente de mí.

Estaba por cruzar la avenida cuando pensé que si hubiese pasado algo tendría que haber escuchado las sirenas. La palabra sirenas iba desapareciendo de mi mente cuando, justamente, empezaron a sonar. Tres ambulancias que venían en dirección opuesta a donde yo me dirigía me llenaron de pánico. Empecé a caminar cada vez más rápido. Tenía miedo de llegar. Imaginé un incendio y al pobre Simón enteramente chamuscado. Las cuadras se hacían eternas y, a la vez, no quería llegar. Estaba muerto de miedo.

Doblé antes, como para poder ver de frente el edificio que está situado en una esquina. Arañé con la vista las ventanas hasta llegar al quinto piso. Vi las cortinas anaranjadas. Traté de encontrar a Simón asomado en la ventana. No estaba.

Sin embargo, el simple hecho de haber visto las cortinas intactas me tranquilizó un poco. Hasta que la vi. Estaba por cruzar cuando mi vista se clavó en ella. Una cocina, calcinada, en el árbol del edificio. Crucé la calle con la mirada fija en ella. Era blanca y celeste. Como la de Martín.

Subí temiendo lo peor. Bomberos. Simón calcinado. Vecinos enloquecidos. El ascensor me depositó frente a la puerta del departamento. Mientras cerraba las puertas llené mis pulmones de aire reiteradas veces tratando de oler algo extraño. Nada. Puse la lleve en la cerradura. La puerta estaba intacta. Giré y giré la llave hasta que abrió. Entré lo busqué a Simón y lo abracé bien fuerte.

Una broma horrible del destino. Un sueño macabro y piadoso.

Llego a mi casa. Mi hermana me avisa que al otro día no iba a poder llevarme al trabajo porque tiene que ir a un velorio. Una amiga murió asfixiada. Había dejado el horno encendido. Sus siete gatos quedaron calcinados.

martes, octubre 25, 2005

?


Soy malabarista con telekinesis y parkinson. Hasta cuándo? Una pregunta que no suelo hacerme y que mutó en pájaro carpintero. La jaula es mi cerebro, claro. El pájaro no es ansioso. Es juicioso y terco.
Me ve tranquilo. Sin quejas. Buscando cambiar, pacíficamente, lo que no me convence. Es que me volví fóbico a las salidas de emergencia. A forzar puertas, también. Y esta quietud de bolsillito lleno le resulta casi imperdonable.

Propuesta para los legisladores electos

PHOBIBAN A LAS VIEJAS ANDAR CON PARAGUAS!!!!

jueves, octubre 20, 2005

Bolsas

Hoy soy una bolsa de mocos
(peor Mirtha, que hace 30 años que es una bolsa de várices...)

martes, octubre 18, 2005

Ella


Nos conocimos en el ’79. Yo tenía cinco años, ella tres. Sus padres habían abierto un restaurante en la esquina de mi casa y con mi familia empezamos a almorzar allí domingo tras domingo.

Como en ese mismo lugar vivían, no tardé en conocerla. La recuerdo con un bombachón rojo a lunares blancos. Me miraba desde lejos con sus ojitos verdes achinados. Yo la miraba también, mientras luchaba contra una milanesa gigante.

No sé cómo se acercó a nuestra mesa. Sólo la recuerdo ahí parada, junto a nosotros. El chiste, parece, era preguntarle cómo se llamaba. Nombresegundonombdeapellidomedicenbichi, contestaba ella de corrido. Bichi. Desde ese momento nos hicimos inseparables.

Mi infancia fue muy feliz. Sólo me dedicaba a lo que debe dedicarse un chico: a jugar. Y ella se transformó en algo así como mi mejor amiga.

Claro que tenía otros amigos, también. Pero en ella encontré mucho más que una amiga. Había entre nosotros un código indescifrable para los demás.

Por supuesto que un par de años después ya éramos novios. A ella le di mi primer beso y su cuerpo fue el primero que acaricié. Los demás no lo sabían. Era nuestro secreto.
En mi casa la querían como a una hija. Daban por supuesta su presencia en vacaciones y salidas familiares.

Así llegamos a la adolescencia y zas, nuestra relación se vino abajo. Ya no éramos novios. Ella tenía amigas nuevas. Así dejamos de frecuentarnos. Yo repetí de año, me hice de nuevos amigos, también. Sin embargo, esperaba ansiosa y secretamente que nuestra relación volviera a ser lo que había sido.

Una noche yo estaba en la puerta de mi casa con Ceci. Ella pasó caminando por el medio de la calle, mirando fijamente el adoquinado. No me saludó. No la saludé. El principio del fin había llegado.

Estuvimos más de un año sin hablarnos. Llegó Navidad y llamé a su casa. Pedí que me pasaran con ella. Me atendió y cuando escuchó mi voz, cortó. Creo que esa situación sigue estando en mi top ten de peores momentos.

La noche de año nuevo la pasé en mi casa. Pasadas las doce apareció su hermana. Creo que yo le había dicho que pasara porque le había comprado un regalo. Ella me sonrió cuando se lo di. Me dijo: yo también te traje una sorpresa. Ese es el primer momento en que recuerdo haber tenido taquicardia. Ahí apareció ella. Salimos a la calle. Nos sentamos en la ventana de la fábrica que daba justo enfrente de mi casa y que había sido “nuestra ventana” por más de diez años.

Charlamos. En ese momento yo estaba sumamente enamorado de Pablo. No se lo dije y aún hoy me arrepiento. Ella me contó que estaba enamorada del novio de una amiga. Y que el pibe estaba enamorado de ella, también. Yo era la primera persona a la que se lo contaba. Valoré eso y omití un juicio fácil. Yo tenía 16, ella 14.

Esa noche, entera, la pasamos despiertos y en la calle. Al día siguiente fue con nosotros a la quinta (como otros millones de veces) y, otra vez, fuimos inseparables.

Finalmente, ese chico fue su novio. Finalmente, jamás le conté sobre Pablo.

A finales del ’93 yo estaba lidiando con el CBC. Ella recién había vuelto de Bariloche. Una noche, cuando llegué de cursar, mi mamá me llamó aparte. Fuimos a la cocina. Era una situación más que extraña. Ahí mismo, sin preámbulo me dijo que Bichi estaba internada. Que no sabían muy bien lo que tenía pero que había vuelto de Bariloche con mucho dolor en las articulaciones.

Hacía casi una semana que estaba internada y yo no lo sabía. Esa misma noche, desde la parada del colectivo hasta mi casa, había pasado por su casa y me había cruzado con su hermana. Nos habíamos saludado a las apuradas. No me había dicho nada.

Crucé hasta su casa. No me enteré de nada nuevo. Todos repetían como un versito: llegó de Bariloche con dolor en las articulaciones y no saben qué es. Pedí el número de habitación y volví a mi casa.

Al otro día tenía un parcial. No fui a verla.

Cuando finalmente fui, no la encontré. La habían pasado a terapia intensiva. Pude entrar a verla. No era ella. Estaba hinchada, conectada a un respirador, desnuda sobre la camilla. Lo recuerdo, ahora, y todavía me dan ganas de llorar.

Así estuvo, inconsciente por más de una semana. Yo me pasaba todo el día en la clínica. Pero no entraba a verla. No quería verla así.

Una noche estábamos en la confitería de enfrente de la clínica sus hermanas y yo tomando un café. Alguien vino a buscarnos. No recuerdo quién. Sólo recuerdo que salimos corriendo.

En la puerta de la clínica estaban todos sus compañeros del colegio. Llorando. Entré a la recepción. La madre nos dijo que había muerto.

A partir de ahí los recuerdos se vuelven confusos. Su novio (aquel chico que le había “robado” a una amiga) salió corriendo. Yo corrí atrás de él. Era extraño, pero aunque nunca habíamos cruzado más de diez palabras en ese momento yo estaba seguro de que si alguien podía entenderme era él, y viceversa.

Lo seguí cuadras y cuadras. Paró en una plaza. Me acerqué. Me senté junto a él. Me miró, me sonrió y palmeó el hombro. Nunca me sentí tan cerca de alguien en toda mi vida.

A partir de su muerte mi vida se detuvo, también. Mi cabeza dejó de funcionar. Me sentía culpable de estar vivo. Hubiese preferido estar yo bajo tierra.

Aún hoy, doce años y muchos golpazos después, su muerte sigue siendo lo peor que me pasó en la vida.