martes, octubre 18, 2005

Ella


Nos conocimos en el ’79. Yo tenía cinco años, ella tres. Sus padres habían abierto un restaurante en la esquina de mi casa y con mi familia empezamos a almorzar allí domingo tras domingo.

Como en ese mismo lugar vivían, no tardé en conocerla. La recuerdo con un bombachón rojo a lunares blancos. Me miraba desde lejos con sus ojitos verdes achinados. Yo la miraba también, mientras luchaba contra una milanesa gigante.

No sé cómo se acercó a nuestra mesa. Sólo la recuerdo ahí parada, junto a nosotros. El chiste, parece, era preguntarle cómo se llamaba. Nombresegundonombdeapellidomedicenbichi, contestaba ella de corrido. Bichi. Desde ese momento nos hicimos inseparables.

Mi infancia fue muy feliz. Sólo me dedicaba a lo que debe dedicarse un chico: a jugar. Y ella se transformó en algo así como mi mejor amiga.

Claro que tenía otros amigos, también. Pero en ella encontré mucho más que una amiga. Había entre nosotros un código indescifrable para los demás.

Por supuesto que un par de años después ya éramos novios. A ella le di mi primer beso y su cuerpo fue el primero que acaricié. Los demás no lo sabían. Era nuestro secreto.
En mi casa la querían como a una hija. Daban por supuesta su presencia en vacaciones y salidas familiares.

Así llegamos a la adolescencia y zas, nuestra relación se vino abajo. Ya no éramos novios. Ella tenía amigas nuevas. Así dejamos de frecuentarnos. Yo repetí de año, me hice de nuevos amigos, también. Sin embargo, esperaba ansiosa y secretamente que nuestra relación volviera a ser lo que había sido.

Una noche yo estaba en la puerta de mi casa con Ceci. Ella pasó caminando por el medio de la calle, mirando fijamente el adoquinado. No me saludó. No la saludé. El principio del fin había llegado.

Estuvimos más de un año sin hablarnos. Llegó Navidad y llamé a su casa. Pedí que me pasaran con ella. Me atendió y cuando escuchó mi voz, cortó. Creo que esa situación sigue estando en mi top ten de peores momentos.

La noche de año nuevo la pasé en mi casa. Pasadas las doce apareció su hermana. Creo que yo le había dicho que pasara porque le había comprado un regalo. Ella me sonrió cuando se lo di. Me dijo: yo también te traje una sorpresa. Ese es el primer momento en que recuerdo haber tenido taquicardia. Ahí apareció ella. Salimos a la calle. Nos sentamos en la ventana de la fábrica que daba justo enfrente de mi casa y que había sido “nuestra ventana” por más de diez años.

Charlamos. En ese momento yo estaba sumamente enamorado de Pablo. No se lo dije y aún hoy me arrepiento. Ella me contó que estaba enamorada del novio de una amiga. Y que el pibe estaba enamorado de ella, también. Yo era la primera persona a la que se lo contaba. Valoré eso y omití un juicio fácil. Yo tenía 16, ella 14.

Esa noche, entera, la pasamos despiertos y en la calle. Al día siguiente fue con nosotros a la quinta (como otros millones de veces) y, otra vez, fuimos inseparables.

Finalmente, ese chico fue su novio. Finalmente, jamás le conté sobre Pablo.

A finales del ’93 yo estaba lidiando con el CBC. Ella recién había vuelto de Bariloche. Una noche, cuando llegué de cursar, mi mamá me llamó aparte. Fuimos a la cocina. Era una situación más que extraña. Ahí mismo, sin preámbulo me dijo que Bichi estaba internada. Que no sabían muy bien lo que tenía pero que había vuelto de Bariloche con mucho dolor en las articulaciones.

Hacía casi una semana que estaba internada y yo no lo sabía. Esa misma noche, desde la parada del colectivo hasta mi casa, había pasado por su casa y me había cruzado con su hermana. Nos habíamos saludado a las apuradas. No me había dicho nada.

Crucé hasta su casa. No me enteré de nada nuevo. Todos repetían como un versito: llegó de Bariloche con dolor en las articulaciones y no saben qué es. Pedí el número de habitación y volví a mi casa.

Al otro día tenía un parcial. No fui a verla.

Cuando finalmente fui, no la encontré. La habían pasado a terapia intensiva. Pude entrar a verla. No era ella. Estaba hinchada, conectada a un respirador, desnuda sobre la camilla. Lo recuerdo, ahora, y todavía me dan ganas de llorar.

Así estuvo, inconsciente por más de una semana. Yo me pasaba todo el día en la clínica. Pero no entraba a verla. No quería verla así.

Una noche estábamos en la confitería de enfrente de la clínica sus hermanas y yo tomando un café. Alguien vino a buscarnos. No recuerdo quién. Sólo recuerdo que salimos corriendo.

En la puerta de la clínica estaban todos sus compañeros del colegio. Llorando. Entré a la recepción. La madre nos dijo que había muerto.

A partir de ahí los recuerdos se vuelven confusos. Su novio (aquel chico que le había “robado” a una amiga) salió corriendo. Yo corrí atrás de él. Era extraño, pero aunque nunca habíamos cruzado más de diez palabras en ese momento yo estaba seguro de que si alguien podía entenderme era él, y viceversa.

Lo seguí cuadras y cuadras. Paró en una plaza. Me acerqué. Me senté junto a él. Me miró, me sonrió y palmeó el hombro. Nunca me sentí tan cerca de alguien en toda mi vida.

A partir de su muerte mi vida se detuvo, también. Mi cabeza dejó de funcionar. Me sentía culpable de estar vivo. Hubiese preferido estar yo bajo tierra.

Aún hoy, doce años y muchos golpazos después, su muerte sigue siendo lo peor que me pasó en la vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Historia dura.
Te mando besos y un abrazo enorme.

Polo dijo...

che, ké fuerte todo esto. no creo ke yo haya vivido situación similar.

seguramente, lo ke keda es la reflexión porke uno nunca sabe lo ke pudo haber sido y no fue.