
No sé que fue lo que me atrajo, pero puedo identificar con absoluta precisión cuando empezó a gustarme. Yo llegué temprano. La fiesta era a un par de cuadras de mi casa. Recuerdo que compré unas gaseosas en el kiosco de la esquina y caminé. Llevaba puesto un pantalón gris de tela gruesa y áspera, y una campera blanca (terriblemente fea) que era de mi hermano y que yo usaba sólo en ocasiones especiales.
La fiesta la organizaba una ex compañera de colegio. Ex, porque yo había repetido de año y ya no cursaba con ella.
Durante algún tiempo me gustó decir que el entró a esa división en lugar de mí, pero la verdad es que no sólo yo repetí ese año y, además, él no fue el único en entrar. Pero, tal vez, haya sido la única explicación romántica a mi fracaso. Lo cierto es que ahí estaba yo, con mis ex compañeros, tratando de saltar al ritmo de los Cadillac's.
Realmente creo que odiaba a todos los presentes. Y era más que claro que yo no le caía en gracia a nadie. No sabía muy bien qué estaba haciendo ahí, pero tenia un extraño sentido de la pertenencia con esa jauría de histéricas y pajeros. De hecho había sido yo el que había organizado el primer baile, y el segundo, y el tercero. Tal vez por eso la dueña de casa se había sentido obligada a invitarme.
Nunca tuve problemas de relación. Sin embargo, los dos años que pasé junto a esa gente fueron realmente imposibles de soportar. Las relaciones eran totalmente histéricas, de un amor odio digno de telenovelas baratas. Insultos, agresiones cruzadas, burlas groseras y muy poco uso de las neuronas, era lo que abundaba en esa clase. A solo un mes de haber comenzado el año lectivo, ya estaba seguro de que el problema no había sido yo. En las materias volvía a tener un desempeño fantástico. La relación con mis nuevos compañeros era fantástica. Y yo volvía a ser fantástico, como en mi niñez.
Empezó a llover. Como estábamos en la terraza tuvimos que entrar el equipo de música y la mesa a una especie de quincho oscuro y quedarnos ahí, encerrados. Un anacrónico Hello, Goodbye sonaba, ahora, desde una vieja bandeja arrumbada. En ese momento llego él.
Alguien dijo su nombre y recién ahí supe como se llamaba. Pablo. Hasta ese momento había creído que se llamaba Diego. Siempre me confundo esos dos nombres, y, para colmo, junto a él había entrado a esa división un Diego, este sí, hecho, derecho y bautizado de esa forma. Ellos dos eran los nuevos galanes del colegio. Mis antiguas compañeras y las que ahora cursaban conmigo hablaban sobre ellos todo el tiempo y los perseguían impúdicamente.
La lluvia se transformó en tormenta. La luz se cortó y la gente empezó a irse. Pablo se acercó hasta dónde yo estaba y me pidió fuego. Yo no fumaba. No sé si ya había hablado con él alguna vez. Como en el colegio éramos pocos varones, hacíamos gimnasia todos juntos, así que seguramente ya nos habíamos cruzado en alguna actividad.
Ahora sé que fue su mirada. Una mirada fuerte, directa, inquisidora y cómplice. Una mirada dirigida a mí que había pasado hace rato a ser invisible para toda esa gente. Mantuvo sus ojos en los míos unos segundos después de mi respuesta negativa. En ese momento sentí que algo había pasado. Todo empezó a tener sentido. Y vi, en el reflejo de sus ojos, como mi niñez se derrumbaba.
Alguien le alcanzó una caja de 2 Patitos de las grandes, que estaba sobre una parrilla. Encendió su cigarrillo y revoleó el fósforo encendido. Con ese mismo fósforo encendió algo dentro de mi cuerpo, algo evidentemente inflamable. Hubo quejas por el fósforo volador. Yo seguí inmóvil. Sentía remolinos de sangre. Angustia. Curiosidad. Miedo. ¿Quién es ese chico? ¿Por qué estoy temblando? Pablo se alejó de mí.
Ya éramos muy pocos los que quedábamos en pie. Algunos se habían acostado en el piso o sobre las camperas y dormían, esperando que la tormenta terminara. Otros habían bajado al comedor y se habían quedado ahí, seguramente sacándole el cuero a alguien. Yo estaba sentado en el piso, con la espalda apoyada en una pared, tratando de entender qué era lo que me pasaba y esperando, a la vez, que parara de llover para caminar las tres cuadras que me separaban de mi casa.
Las velas empezaban a consumirse. Ya nadie se preocupaba en conseguir más. La oscuridad era cada vez más potente. Sin embargo, lo vi salir a la terraza, solo. No lo pensé y salí también.
Me pare junto a él, bajo el amparo de un alero a medio construir. El agua caía a chorros. Truenos. Relámpagos.
Lo miré. Pitaba su cigarrillo y sonreía de lado. La violencia de lo que sentía me perturbaba. Nada importaba, ya. Sólo la fascinación que Pablo había empezado a ejercer en mí.
Me miró. Otra vez me sentí perturbado. Los segundos en los que se quedaba en silencio mirándome eran horas, días enteros para mí. Me inquietaba su mirada, sentía vergüenza, pánico, y una extraña sensación de estar a punto de estallar por una sobrecarga de energía.
Sin dejar de mirarme tiró el cigarrillo.-Te animás a salir bajo la lluvia?- me preguntó mientras se sacaba la remera. Simulé estar en mis cabales (bien, como siempre) y le dije que no.